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Por mostrar en público su amor, corrieron al
Santo y a Huracán de una casa de huéspedes.
Cuando fueron a luchar a Veracruz, en pleno carnaval, El Santo y Huracán Ramírez, acompañados por el representante de aquél, Carlos Suárez, después de haber tenido una tremenda batalla, en la que sangraron copiosamente a Huracán, y después de pasar un agradable rato viendo los desfiles de la caravana, ya sin capuchas, fueron a buscar un hotel para pasar la noche, pero después de recorrer varios hoteles de cinco estrellas se encontraron con la horripilante realidad de que todos, complemente todos, estaban ocupados, por lo que decidieron buscar en los de menos estrellas, pero también se llevaron un chasco, porque no había cuartos. Desesperados, y más que todo cansados, encontraron una casita de huéspedes, media rascuache, con el pomposo nombre de Posada. Felices por haberla encontrado, entraron a la recepción y los recibió una señora, ya entrada de años, bastante cascarrabias, que de mal humor les dijo que sólo tenía un cuarto, pero que era bastante pequeño y que tal vez no les gustaría, por lo que les dijo que primero lo vieran y luego decidieran. Después de una leve plática entre el grupo, optaron porque fuera Huracán a inspeccionar ese cuarto, pues pensaron que era el indicado. Huracán, sin refunfuñar, a pesar de que sus compañeros se fueron al comedor a tomar un refrigerio, fue a revisar ese lugar y lo encontró muy reducido, pero propio para que los tres tomaran un justo descanso. Y mientras Huracán estaba ausente, Santo y Carlos tomaron sendos refrescos y de inmediato regresaron a la recepción a esperar a su amigo. No tardó mucho Huracán en bajar, con una enorme risa de satisfacción y aprobación, y dirigiéndose al Santo, le dijo con aires afeminados: "Sí, cariño, está chiquito pero muy cómodo, en una cama cabemos tú y yo y en el rincón Carlos". El Santo, con la sonrisa reflejada en sus labios –todos estaban sin máscara- y siguiendo la broma, respondió: "Sí, mi amor, ¿te gustó?" Pero la dueña de la Posada, que estaba escuchando todo, dejó el mostrador y bastante molesta les respondió: "¡Este cuarto ya estaba ocupado, lo siento, no hay sitio para ustedes! Hagan el favor de abandonar la Posada". Carlos Suárez, ocultando una sonrisa de sorpresa, pero también de picardía, se acercó a la dama y le dijo: "No les haga caso, mis compañeros están bromeando, somos luchadores profesionales, no les puedo decir sus nombres, pero somos luchadores". La señora, bastante molesta, llamó a seguridad y se presentaron dos monstruos para apoyarla. "No me importa lo que sean, no tengo lugar para nadie más y tengan la bondad de retirarse". No fueron suficientes los lamentos y promesas de Carlos ni del Santo, los tres, después de agotar sus ruegos, tuvieron que abandonar la Posada y, finalmente, al no encontrar sitio, se refugiaron en la camioneta que los había traído desde México, y ahí, sentados y tristes, vieron el amanecer. Cuenta Huracán que la cuota que pagaron por dormir, casi a la intemperie, debido al fuerte calor de la costa, fue la cantidad de piquetes que les dieron los moscos, que agradecidos por que los habían corrido de la Posada, saciaron su sed con la sangre de los atletas (del archivo secreto de anécdotas).