Esta vez les contaré sobre un luchador que conmocionaba México cada que nos visitaba; me refiero a André El Gigante. Desde su llegada a nuestro país impresionó por su estatura y peso, que fueron las bases de su éxito. Era impactante verlo luchar; me tocó enfrentarlo varias ocasiones, pero también tuve el honor de salir como su compañero, y es que a veces venía de técnico y en otras de rudo.
En una de sus giras me tocó acompañarlo. Iniciamos el domingo en el Toreo de Cuatro Caminos; lunes, Puebla; martes, Pachuca; miércoles, Veracruz; jueves, Toluca; viernes, Neza, sábado, Cuernavaca, y concluimos domingo nuevamente en el Toreo de Cuatro Caminos. En México, André no tenía momento de reposo; tampoco tenía enemigo que lo pudiera vencer. Sus movimientos, aunque muy limitados por la estatura y el peso, eran letales, y cuando lo golpeaban, ni siquiera se movía. El único que logró hacerle daño fue Canek, ya que una ocasión lo levantó y le pegó un azotón que aún ha de retumbar en lo que queda del Toreo.
Entre tantas cosas que viví con él, estuvo uno de sus cumpleaños que le festejamos para que se sintiera como en casa. A don Carlos Maynes le gustaba que acompañara a André porque éste decía que lo hacía reír mucho. Nos divertíamos en buena medida porque él no hablaba español y yo menos francés, así que tratábamos de entendernos a puras señas.
En aquel cumpleaños lo invitaron a comer y se echó al plato como diez pollos rostizados; en otra ocasión se comió una cazuela llena de paella y ya encaminados se tomo cerca de diez botellas de vino tinto y una de whisky.
En Veracruz nos enfrentamos André El Gigante y yo, a Perro Aguayo, Fishman y Canek; llegamos desde temprano y nos hospedaron en un hotel donde, en la cama más grande, a André le quedaban volando las rodillas. Era muy noble pero todo cambiaba cuando lo hacían enojar. Un día me quise poner contra él, lo arrinconamos El Solitario, Dos Caras y yo, me le dejé ir de un tope, caí, me tomó del calzón, me levantó con una sola mano y me azotó contra el ring; quedé noqueado.
Le gustaba conocer la cultura mexicana; una vez lo llevamos a las pirámides de Teotihuacán, pero no subió porque le costaba mucho subir escalones. Hoy recuerdo con agrado a ese gran hombre.
Mando un cordial saludo a mis amigos Nato y Manuel Camela, quienes radican en Nueva York y leen cada semana esta columna.