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Un grito de un chamaco de quince años que feliz asistía a una función de lucha libre en la arena México, me ha servido de inspiración. Ese chavo, al ver que Místico era masacrado y los referís no intervenían, gritó desesperado: «¡Esos réferis están tarados!» y yo, que estaba a un lado, empecé a analizar su comentario, y descubrí que no era un insulto, sino era algo cercano a la realidad, pues si un luchador está siendo apaleado ilegalmente por tres al mismo tiempo y los hombres que llevan el arbitraje están parados, como orates, viendo la paliza y no intervienen, es para sospechar varias cosas, entre las que destacan su incapacidad, o sea falta, de conocimientos de la lucha; por miedo, pues a veces los luchadores enardecidos por la batalla golpean a quienes estén cerca de ellos; por distraídos, que para ser réferi está prohibido, pues deben estar atentos a la batalla; porque tengan sus consentidos, ya que, siendo humanos, tienen favoritos; porque tal vez apostaron a que cierta pareja perdería, y decidieron arreglar su apuesta para ganarla: en fin, existen muchos motivos.
Recuerdo que, allá, a mediados del siglo pasado, el réferi empezaba a trabajar desde que subía al ring, y antes de que empezaran las batallas llamaba a los contendientes al centro, les revisaba minuciosamente manos y uñas (que no trajeran pulseras), zapatos (para que no tuvieran tachuelas), cintura (para que no escondieran objetos prohibidos); luego les daba las instrucciones y vigilaba que brillara la legalidad.
En la actualidad, el tercer hombre, como se le llamaba antes, echa a perder la belleza de la lucha, y la empaña con decisiones que denotan favoritismos. Uno de sus errores consiste en que vigilan más al técnico que al rudo, pues si aquél se sale de la legalidad lo amonesta rudamente, mientras si el salvaje lo hace, simplemente y con cierto respeto (y hasta miedo) sólo le dicen «ya no lo hagas». Es por todos sabido que las decisiones de los réferis distan mucho de convencer a los aficionados, pues casi siempre son ilógicas y en un gran porcentaje benefician a los salvajes, y esto lo vemos con frecuencia cuando un técnico, cansado de estar soportando todas las marrullerías de su enemigo, decide pagar con la misma moneda, entonces el réferi no espera ni un minuto y ¡lo descalifica!
He tenido oportunidad de calar a infinidad de árbitros y realmente he quedado sorprendido al notar que muy pocos merecen ese título, pues hay hombres tan descarados que definitivamente están del lado de los malosos.
Entre la pléyade de jueces, han destacado dos: el primero Gonzalo Avendaño, un tipo que a pesar de su edad sabía llevar las batallas a un ritmo legal; si él viviera, simplemente no dejaría luchar a decenas de enmascarados que tienen en sus capuchas adornos que algún día van a ocasionar un accidente, porque hay quienes hasta puntas cargan. A mí me hubiera gustado ver a El Cavernario de la década de los cuarenta y cincuenta luchar contra uno de esos encapuchados, porque estoy seguro que lo primero que hubiera hecho es destruirle su máscara a mordidas o a manotazos; ahora, si don Gonzalo fuera requerido para arbitrar una batalla con los luchadores de ahora, simplemente no hubiera dejado actuar a ninguno, porque él no permitiría artefactos que pudieran herir a los rivales, uñas largas, zapatos peligrosos ni nada que ensombreciera las leyes a que está sometido el pancracio. (CONTINUARÁ)