El Santo un iconó de la lucha libre mexicana.
Aquel que ha sido fiel seguidor de la lucha libre desde su llegada a México, aquel que conoce su historia y sus historias –las de los grandes gladiadores y las grandiosas arenas- sin duda deberá defenderla de su catalogación como deporte-espectáculo, no negándose a usar tal clasificación sino respondiendo desde sus orígenes el porqué es posible denominarla de esa manera.
Cabe decir, entonces, que Salvador Lutteroth trajo el arte del pancracio a nuestro país con la intención de envolver al pueblo en una disciplina que resultara agradable a la gente y que, al mismo tiempo, propagara y popularizara el deporte, un deporte tan extraordinario éste, mismo que una vez instalado no tardó en ir adquiriendo identidad propia, dada de a poco por los inigualables héroes del cuadrilátero, entre los que se encuentran ya para siempre, por mencionar sólo algunos, nombres como los de Gory Guerrero, El Murciélago Velázquez y El Santo.
Así, pues, la fortaleza y la técnica de estos magníficos luchadores fue despertando interés, emociones, obsesiones, sueños en los niños que sin imaginarlo se convertirían en los combatientes del mañana, no sin antes entregarse al estudio y la práctica necesaria para subir a un ring, pero sobre todo para dar una función.
Es una obviedad que la lucha libre mexicana ha cambiado desde aquellos tiempos. Y a pesar de que la influencia extranjera ha estado presente desde sus inicios –ya que luchadores de otros países eran traídos para enfrentarse contra los nuestros, y así gente se sintiera orgullosa de ver a sus compatriotas superar a los otros-, en tiempos actuales la lucha americana lucha encarnizadamente contra la nuestra por los fanáticos, pero lo hace con sillas, mesas, lámparas y lo que se pueda en mano.
Así, lo triste para quienes aman el a ras de lona es que la figuración extranjera en las televisoras, y el ambiente luchístico mexicano, opaque visualmente a nuestra lucha, porque presenta en grandes y luminosos escenarios, cuerpos atléticos y torneados, mas no olvidemos que, aquí, lo importante ha sido, y es, que estos demuestren su resistencia, su flexibilidad y capacidad en el combate cuerpo a cuerpo.
Por ello, si la lucha es un espectáculo es porque fue pensada para ser llevada a los corazones del pueblo, para dar a las familias un entretenimiento sano, producto del esfuerzo y la dedicación de los gladiadores.
Por lo cual, no debemos olvidar tampoco que ese caudal de emociones del que todos hemos sido presas, ha encontrado su origen en las llaves y contrallaves, cuerpos encontrados que recrean imágenes que sobrepasan a cualquier figura bien torneada que se puede hallar en cualquier revista de chismes; que la belleza de la lucha libre mexicana se encuentra en esas coloridas estampas que día a día, en defensa del honor, los luchadores nos regalan. Que lo espectacular – y quizá valdría más decir que es un deporte espectacular y no un deporte-espectáculo- es mirar esos movimientos, impresionarnos con la dificultad de su realización; advertir el misterio en los personajes que función a función, llave a llave, golpe a golpe, van dejando su alma y su vida en el cuadrilátero. Y que una gota de sangre confundida con el sudor, pero derramada sin intervención de sillas o puños cerrados es capaz de enloquecernos más que un mar desembocado por sillazos o lamparazos.
Porque si bien es mucha la sangre que se ha vertido sobre los rings mexicanos, ésta ha sido una sangre en la que corre la furia del combate, símbolo de sacrificio y entrega, una sangre ofrendada como en una hecatombe griega a los más grandes dioses, los que ya forman parte del Olimpo luchístico: porque vivieron su vida entera a ras de lona, y porque sólo sucumbieron ante las tretas de la Muerte, quien con rápida artimaña, tras tres palmadas, los hubo de dejar definitivamente en toque de espaldas.
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