Para debutar como luchador profesional se sugieren un mínimo de dos años de entrenamiento, cuando menos tres veces por semana, dos horas por sesión. Para dar un espectáculo digno, se necesita condición física, dominio de llaveo, contrallaveo, vuelos, pesas, en fin, si se tienen conocimiento de lucha olímpica, judo, incluso clavados (para los vuelos), gimnasia y otros deportes más, además de contar con un cuerpo atlético.
Después de durísimos entrenamientos, a veces alguna novatada, a veces algunas lesiones, pagar inscripción y mensualidades de gimnasio y entrenador en la mayoría de los casos, el siguiente paso consiste, de manera ideal, en presentar el examen para aspirantes a luchadores y, en caso de aprobar, obtener la licencia de luchador profesional. En dicho examen se pone a prueba la condición física (correr, brincar, patitos y otros ejercicios), acrobacias (brincar por encima de las cuerdas, resontes y otras cosas, y, por parejas: lucha olímpica (cada elemento busca poner en toque de espaldas al adversario), lucha a rendir y lucha improvisada. Ahí se nota quién «puede con el paquete» y domina los nervios, aguanta la presión, y quién sólo funciona en el gimnasio, pero «a la hora de la verdad» no pasa la prueba.
Hay otra prueba dificilísima, tal vez superior a la anterior: enfrentarse al «monstruo de mil cabezas», a quien hace ídolos o los destruye, quien hace estrellas o los deja en el anonimato: el público. Tristemente muchos hacen maravillas en el gimnasio, pero en las funciones, al primer reproche de los aficionados «se les borra el casette» y no tienen la capacidad de improvisar, se trata de los tristemente «luchadores de gimnasio», a diferencia de los luchadores de arenas, los cuales, con sólo mover un dedo levantan al público, incendian la arenas.