El Santo que idolatré era ¡una bestia!

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Recordar al más idolatrado luchador que ha pisado un ring, por lo menos en México, es recordar a El Santo, personaje que llenó toda una época en los cuadriláteros, en el cine, en las revistas y hasta en el teatro; en cada uno de esos departamentos dejó una huella que jamás podrá borrarse.

Constantemente era descalificado por su violencia excesiva.

He dicho hasta el cansancio que para mí, ese inolvidable atleta impresionó mucho más como rudo que como técnico, me agradó más recibirlo con chiflidos que con aplausos; cuando el tercer hombre le levantaba la mano en señal de victoria, me impactaba más escuchar al público chiflarle y despedirlo con una serenata de insultos, que verlo en hombros de sus seguidores. Insisto, tengo mis razones para expresarme de esa manera, puesto que el impacto que me causó cuando lo vi por primera vez, allá en Pachuca, a principio de los cuarenta, fue inolvidable, pues nunca más un atleta en su debut ha causado tanta emoción, rabia, desprecio y admiración como la que causó el hombre de la máscara plateada. Y había motivos suficientes para impresionar a cualquiera, verán: esa tarde, los aficionados que nos habíamos reunido a ver su presentación estábamos seguros de que íbamos a conocer a un hombre científico, que vendría a poner en orden a todos los rudos de aquella época pues se trataba de ¡un Santo! , por lo que al verlo salir de los vestidores, con un paso majestuoso, regio, impregnado de una personalidad que a lejos denotaba extrañeza y misterio, con su capucha plateada y su capa que irradiaba pureza, pulcritud, amor, una tempestad de aplausos cayo sobre él.

El Santo nació como luchador rudo; por los niños, cambió de esquina.

Nos dejó con un sabor de boca fabuloso; y más ovación provocó cuando se despojó de su bata y la depositó en un esquinero para luego hincarse y elevar sus oraciones al Creador, todavía la lluvia de aplausos no se diluía cuando se levantó y persignó por los cuatro esquineros del cuadrilátero; el público que embelesado lo admiraba; luego, cuando divisó al salvaje Lobo Negro que salía de los vestidores, se bajó como rayo para recibirlo, cosa que el fanático lo tomó como una gentileza, pero cuando estuvo ceca de él y lo cundió con golpes, machetazos, rodillazos, topes y golpes de antebrazos, para arrastrarlo y treparlo al ring para continuar su masacre, el público cambió de opinión y empezó a chiflarle y a arrojarle objetos. Esa noche El Santo fue descalificado las dos caídas sin que Lobo Negro, que resultó ser el técnico, pudiera meter las manos. Fue así como la imagen de bestialidad que regó esa tarde por todo el cuadrilátero se fue alargando por muchos años, los que ocupó para formar una de las parejas más sanguinarias y taquilleras de todos los tiempos: La Pareja Atómica, con otra de las bestias de ese entonces, Gori Guerrero.

Lucha imaginaria: El Santo rudo perdería en dos caídas al hilo ante El Santo técnico, ¡por descalificación!

Siempre lo he predicado, si fuera posible enfrentar a El Santo salvaje contra El Santo técnico, éste ganaría en ¡dos caídas al hilo!, pero por descalificación. Aquel Santo sabía manejar al público con maestría excepcional; cuentan que una vez apostó a que durante dos caídas haría rabiar al público y que en la tercera le aplaudirían a rabiar… ¡y ganó la apuesta!, pues en esa última luchó limpio y venció, llevándose una carretada de aplausos. Ese era El Santo, un auténtico maestro para manejar a las multitudes, pero, para desgracia de los rudos, un día, seducido por la simpatía que los niños, renunció a la bestia y se convirtió en una paloma de la paz. Es así como yo recuerdo a don Rodolfo Guzmán.

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