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Tal vez, don Jesús Velázquez, el fabuloso Murciélago, se arrepintió de haber perdido su capucha, o, en el último de los casos, de haber nacido veinte años antes, porque si él estuviera luchando en la actualidad, sería la máxima figura, dado su carácter, su forma de luchar y su espeluznante show de lanzar alimañas venenosas a sus rivales. Yo ya he hablado demasiado de este portento de luchador que causó furor, miedo, respeto y admiración allá por las décadas de los treinta y cuarenta, cuando usaba capucha y su furia, al luchar contra Merced Gómez, la desfogaba al firmar un convenio con él para que todos sus combates los anunciaran en súper libre. Todos ustedes han leído o escuchado que estilaba actuar con una máscara igual de negra que su conciencia y una capa del mismo color, para no variar. Su estampa sobre el ring inspiraba respeto, pues solía pasearse con gallardía retadora, ya que conforme iba recorriendo el ring persignaba a los aficionados con un además altanero, pues primero se ponía la mano en la frente, como diciendo «te saludo», luego la movía hacia la tetilla izquierdo, como diciendo «te dedico de corazón la lucha» y luego extendía la mano, con el pulgar pegado a la palma, hacia las gradas, como diciendo «te guste o no te guste», esta conversación la tuve con él en mi palco de locutor de la vieja arena Afición de Pachuca. Murciélago dejó de existir, me refiero como misterio, el día que le arrebataron la capucha, pero quienes lo conocimos como enmascarado, sinceramente sufrimos una enorme congoja cuando la perdió, porque su estampa, su figura, su majestuosidad y sus persignadas, desaparecieron, es decir, murieron, yo pienso que el mismo Jesús sintió una enorme tristeza, pues sus pequeños bichos que solía llevar a todas las arenas donde actuaba… ¡sufrieron una terrible merma! Yo me imagino la gran expectación que hubiera causado en los televidentes ver a ese hombre trepar al ring con su máscara negra y su tétrica capa negra que al abrirla dejaba escapar una nube de murciélagos. A veces pienso que en la época actual de la televisión, esos murciélagos se hubieran escapado de la pantalla para invadir a losa televidentes. Claro que esto es imposible, pero de ser cierto hubiera sido fabuloso.
Y si hablé del ayer, de aquella época en que la lucha libre estaba en pañales y empezaba a florecer, en esos tiempos que de tan sólo evocarlos me parece abrir el ropero de una casa antigua y percibir el clásico olor de la naftalina, justo es que hablemos de Kahoz –el original, el que encarnó Toño Peña- para hacer desaparecer ese olor y percibir el de la pólvora, de los linimentos, de cuando el patito feo empezaba a cambiar de plumaje para convertirse en el cisne de oro, y que tenía como capitán al inolvidable Francisco Flores -el más grande promotor que ha existido- y que levantó una ola de comentarios y de terror por su forma de luchar y por su extraña manera de pensar, pues aseguraba tener contacto con los espíritus y hacer curaciones milagrosas. Ver luchar a Kahoz era maravilloso, pues a veces estilaba subir con un cráneo humano, al que tenía perfectamente envuelto en una capa de terciopelo y guardado en una caja de cedro. A veces subía con extrañas palomas que parecían salir de su capa para irse a incrustar en el pecho de sus enemigos. Yo tuve cierta amistad con ese misterioso personaje, pues a veces me llevaba a los camposantos para enseñarme a platicar con los difuntos, a rezar por ellos. Kahoz tenía cierta electricidad para luchar y granjearse el odio del público, a él no le gustaba que le aplaudieran, pues odiaba las hipocresías, le fascinaba que le chiflaran, que lo repudiaran, pero una tarde, ya casi al anochecer, fue a mi cueva a decirme: «Voy a dejar de ser Kahoz, porque es un peso difícil. Esa capucha la adoro, pero siento que debo dejarla». Yo creí que era una broma, pero grande fue mi sorpresa cuando un día asistí para verlo luchar, pero de inmediato me di cuenta de que ya no era Toño, y me salí de la arena. Yo puedo hablar y referir muchas anécdotas de Kahoz, todas tapizadas de misterio y de oscuridad, pero el saber que ya jamás volverá a existir un Kahoz como el que se fue, me da tristeza, pues esa capucha tenía un eléctrico imán, un extraño olor a misterio y una advertencia del más allá, como él tanto pregonó.
Quiero terminar esta biblia acerca del Murciélago y de Kahoz confesando que escribieron páginas de misterio y originalidad tan hermosamente extraña, que justo es que este artículo allá, en la cúpula celestial en el que se encuentren, lo tomen como un homenaje de este servidor. Al mismo tiempo les prometo, un día que esté inspirado, una batalla entre estos dos colosos del misterio.